Sonó el segundo timbrazo y Jonás seguía trazando el círculo que había empezado cuando llegué a visitarle; metódica e hipnóticamente, movía el crayón sobre la hoja hasta consumirlo a la mitad sin señal de fatiga. De hecho, yo tampoco me aburrí de verlo, tranquilo como pocas veces; es la concentración en esta tarea lo que le calma y me hace recordar mejores tiempos.
De alguna forma que no me explico, dada la consistencia del crayón, llega a cortar limpiamente la figura y la coloca a un lado con un dedo húmedo de saliva.
La jefa de sala golpea la ventanilla y me hace señas de que ya es hora que me retire; gesticulo un “ya voy”, porque siento curiosidad de conocer los vericuetos de la locura.
Ahora Jonás pinta el espacio vacío que ha dejado el círculo y un enfermero que va de salida suspira al ver lo que le tocará limpiar.
Entonces retira la hoja y coloca sucesivamente en medio del círculo una piedra pulida y una palma de plástico. ¿Quién le dio esto? ¿No se supone que el hospital no permite estas cosas?
Suena el timbre nuevamente; me despido con una palmada y me dirijo a la puerta. La miss gesticula un “no se puede”. “¿Y ahora?”, digo sin la seguridad de que me escuche.
En ese momento Jonás me hala del brazo y prácticamente me arrastra hasta la pared más remota de la sala, pero antes que le diga algo, esta se levanta entera con el sonido de máquinas y cadenas invisibles.
El guardia del patio me recibe con: “Son locos, no pendejos”, mientras agarra la cacha de su tolete. Volteo, pero Jonás ya ha regresado a su mesa de trabajo.
Ya frente al auto, busco mi llave sin éxito, pero encuentro en mi bolsillo un círculo amarillo con una carita feliz.
Allá en el pabellón se escucha la risa escandalosa de Jonás y alcanzo a verle saltar desbocado tras esos barrotes.
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