Es curioso como la mayoría de los humanos, a pesar de nuestras preferencias y reacciones, nos acostumbramos a todo. Es así como recuerdo que la ciudad de Panamá solía ser denominada la Tacita de Oro, por el notable aseo de sus calles, aún en los tiempos de mayor desorden, dígase Carnavales o Navidad, era cuestión de que el momento pasara para que todo volviese a su casi límpida forma. Claro, no era perfecto, pero lo suficiente para que uno pensase que era parte del orden natural citadino, parte del panameño.
Pero todo cambia, en este caso sea por un decaimiento del civismo, las estructuras y organizaciones, o más creo yo, el aumento desmesurado de la población capitalina. Algo parecido ocurre con el agua potable; hay agua, pero los mecanísmos no son los adecuados, las fuentes estan en peligro y la demanda es alta.
Si algo hemos aprendido de la crisis es que esta es otra de esas ya no certeras verdades históricas de Panamá, lo que en principio parecía provocado por lluvias que no habian ocurrido en 200 años se nos ha revelado -no por parte del gobierno sino de conocedores externos- como una combinación de situaciones que hoy amenazan la estabilidad del suministro.
Es cierto que el calentamiento global ha cambiado los patrones pluviales, pero la realidad es que los afluentes de las potabilizadoras, Alajuela y Miraflores, sus lagos y rios han estado sujetos a la erosión y contaminación a manos del hombre que desde hace 50 años, quien ha invadido estas áreas para urbanizarlas o convertirlas en potreros poniendo en riesgo la producción de agua potable de la cual dependemos más de la mitad de los panameños.
El problema se ha acelerado tras la salida de los norteamericanos quienes velaban por la seguridad del Canal y sus recursos, el "dejar ser y hacer" de las "autoridades" y por supuesto, la ignorancia, ese mal para el que aqui no parece haber cura. Tal vez ese es orden natural, donde se alternan utopias y descalabros, aunque en este momento ni hay agua en el grifo ni luz al final del tunel.