Leía que los diseñadores que exhiben este año en el Salón del Mueble de Milán, uno de los eventos más importantes de este tipo en el mundo, se quejan de que gran parte de los asistentes realmente no vienen a ver los nuevos productos o conversar con los creadores; en su lugar llegan a atropellarse en busca del mejor ángulo para un selfie. Similar situación derivó en la prohibición de los selfie-sticks en el MOMA.
Los papeles se han cambiado, el enfoque previo consistía en la inmersión del visitante en el objeto artístico y presumiblemente en el ego del creador, sus razones y habilidades, mientras que ahora el selfie-taker no internaliza aquello a lo que se expone, sino que translada la percepción a un público en búsqueda de una aprobación/like.
¿Quién mejor que un artista para reconocer la necesidad de aceptación? Se podría entender la situación desde este punto de vista, el artista resiente no ser el foco de la atención, pero el problema en sí no es ese, pues el arte como tal deja de pertenecerle una vez se publica, sino que ahora ni siquiera su obra es apropiada por el visitante como un reflejo de sus necesidades estéticas, filosóficas o analíticas, más bien se convierte en un fondo interesante donde él aparece.
La otra parte del rompecabezas es que, aunque la difusión en los medios sociales puede llevar en segundos dicho arte alrededor del mundo, la falta de discusión lo convierte en una borrosa imagen de nuestra acelerada existencia. ¡Insulto sobre insulto! Ni creador ni creación son relevantes.
Son pues días difíciles para quienes prefieren disfrutar en calma de la lluvia, en vez de ser arrastrados por el diluvio de información. A nadar.
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